viernes, 24 de febrero de 2017

«¡Ojalá y no hubiera subido!» (Crónica del suceso en el antiguo depósito de agua de Murcia, 1923)

                     
                                                           
                                                                                                       
                                               "La capital está destrozada. Solo queda el paisaje.
                                       ¿Primavera en la ciudad? Sí: árboles sin podar y malas hierbas.” 
                                                                                                                                             




Murcia, 12 de abril de 1923

Aún se oye el tintineo de las esquilas del hatajo de cabras que venido de la huerta recorre las calles del viejo barrio de San Antolín. Por todo desayuno, Hilario tiene sobre la mesa un tazón de leche tibia recién ordeñada, que acompaña con un trozo de pan y tocino salado. La trémula llama de una vela solitaria ilumina la triste cocinilla. Acostumbrado a la de vaca, la leche de cabra, al principio de su llegada a Murcia, le pareció de sabor extremadamente fuerte; extravagante. Termina su desayuno y coge el hatillo con el almuerzo. Se despide en silencio de Rosario, su esposa, palmeándole suavemente la espalda con la sonrisa leve, casi afligido, y sale de la casa, teniendo como única luz el tenue resplandor que le ofrece el horizonte. 
Mientras camina con paso osado por las oscuras callejas, a su mente llegan recuerdos de su tierra natal y maldice el día que decidió trasladarse con su familia a esta polvorienta ciudad con la promesa de un buen sueldo.

--"Nunca ha hecho tanto calor como este mes de agosto" --se quejaban unos.

--"Nunca, nunca" --rabiaban otros.

--"¡Uf!" --lamentaban todos. 

Del tremendo calor que hizo ese interminable verano, se pasó a un octubre de constantes lluvias como no se recordaba en mucho tiempo. 

--"Esta va a ser peor que la riá de Santa Teresa" --agoraban unos.

--"Peor, peor" --coreaban los demás.

No tardará mucho en llegar al tajo. A lo lejos pueden verse cómo destacan, recortados sobre el cielo ya albo, el recipiente y el armazón que lo sostiene, dando al conjunto un aspecto siniestro. Hilario accede al pequeño cuartucho, donde saluda a sus compañeros y deja su atadijo suspendido de una vieja alcayata cubierta de robín. Todos dejan allí sus pertenencias que, a decir verdad, son bien pocas.




A lo lejos puede verse cómo destaca la siniestra silueta…” 



Hoy es un día importante: ha de hacerse la prueba de llenado del depósito. Por fin, después de muchos años de debates estériles en el Concejo, se hará realidad el indispensable suministro de agua a la menesterosa población, y además se pondrá a prueba la fortaleza del armazón que sostiene el enorme recipiente.
Después de una breve perorata sobre la transcendencia de este día, don Ricardo, el encargado de obras, da las instrucciones correspondientes y los peones se dispersan a lo largo, ancho y alto de la obra. Hilario asciende por la endeble escalerilla que remata en un estrecho balcón que rodea el pie del enorme vaso octogonal. Su misión, esta vez, será medir en el tanque el nivel de agua que llegará a través de la gruesa tubería, teniéndose que completar su relleno, si todo va bien, a lo largo del día.
Aún no son las ocho cuando un ligero temblequeo anuncia con estrépito el arranque del motor que eleva, ya depurada, el agua de los tanques que hay en un edificio anejo a los pies del castillete que sostiene el botijo aéreo. 
Hilario mira con curiosidad cómo la tubería vierte el bendito elixir que ha de amamantar las escasas fuentes públicas, dispersas por algunas plazuelas de la ciudad; que bien podría decirse néctar, si del Olimpo se tratara.
Situado en la parte alta de la torre, a veinticinco metros del suelo, el depósito va atiborrándose lentamente. Hasta hoy mismo, Hilario no había reparado en las vistas que desde allí se ofrecen; el incesante trabajo y las prisas por terminar la obra no dejaban mucho tiempo para el recreo. Al norte luce el flamante mercado de Verónicas, atestado ya de gentes que acarrean enormes capazos; al este, como si de una postal se tratara, el Puente Viejo y la torre de la Catedral; al sur, El Barrio, donde destacan, aún en construcción, las grandes naves del nuevo Cuartel de Artillería de la calle Cartagena; al oeste se extiende, sin fin, la huerta. 

   Hilario sobre el depósito (‘La Hormiga de Oro’, 28/04/1923)


La boina alada que compró en una veterana sombrerería del casco viejo de Bilbao protege su cabeza del sol que, a plomo, se precipita sin compasión sobre la ciudad. "La primavera murciana", dicen.
Ahora, pasmado por la exuberante y bien cuidada huerta que rodea la ciudad, empieza a comprender el particular carácter de esta tierra y, lo que es más difícil, empieza a entender el cerrado acento con el que por aquí se expresan. Al principio, ni mu. 

--"¡Medio metro. Cincuenta centímetros!" --vocea Hilario con entusiasmo.

Con la vista puesta en el horizonte, vagan sin voluntad sus pensamientos. Éstos lo trasladan a Bilbao; allí, encontrar trabajo en su dinámica industria era mucho más fácil que en su Vitoria natal. Fue en Bilbao donde al poco de llegar conoció a Rosario, con quien mantuvo un noviazgo breve. Fue allí donde nacieron los dos hijos que ahora les acompañan. ¡Todo muy rápido!


                                          "La vida, tan efímera. 
                                               Como un puñado de agua.”


La conjura entre el sonido del agua vertiéndose en el dedal gigante, y el monótono fragor que produce la máquina que eleva el agua, sumados al cálido sol de primavera, causan él tan agradable sopor que si no fuera por... 

--"¡Un metro, justo un metro!" --grita Hilario al ver la cifra redonda que alcanza el agua en la regla metálica que hay en el interior del depósito. 

Su hijo mayor, también Hilario, como casi todos los días, se acerca a la construcción para ver si puede ganar unas perillas con alguna faena que surja en la obra.
Tiene suerte: don Ricardo, quien le ha cogido cariño por su presteza y sagacidad, le encarga que lleve una cántara de agua al Hotel Patrón, en la calle príncipe Alfonso, frente al Casino, donde se hospeda el ingeniero Mr. Bergerot, llegado hace unos días a Murcia para la inspección definitiva de la edificación. 
Dicho y hecho: coge una carretilla con el cántaro de agua fresca que ha cogido de los nuevos depósitos desde donde se eleva el ansiado líquido, y a paso ligero, casi corriendo, se pierde de vista en dirección al centro, sorteando con destreza el abundante gentío que ya empieza a acumularse alrededor de la monumental construcción.
La mañana se desliza lenta. El alcalde interino, don Manuel Maza, se acerca a la obra ligeramente preocupado por la evolución del llenado a partir de unos incidentes ocurridos el otoño pasado. En febrero dio orden de interrumpir los pagos correspondientes y comprometidos con la empresa constructora debido a un suceso que lo mantiene inquieto. A causa de las incesantes lluvias del pasado otoño y del peso de la obra en conjunto, el solar donde se asienta había cedido unos centímetros, desplazando ligeramente los embalses donde el agua es almacenada, filtrada y ozonizada antes de su definitiva elevación al depósito, asunto al que el ingeniero restó importancia con el argumento del natural acomodo de la edificación, debido al terreno arenoso donde se sustenta; al menos eso pensó antes.
Don Bartolomé Bernal, presidente de la Comisión de Festejos, murciano de pro, hijo predilecto de la ciudad e impulsor y contratista del proyecto, tranquiliza al alcalde con el prestigioso aval que la Sociedad General de Cementos Portland tiene, después de haber construido en Madrid los Teatros Del Centro y El Alcázar, el Monumental Cinema, los Almacenes para la Sociedad de Alumbrado y Calefacción por Gas; los Cargaderos de Mineral para la Sociedad Franco-Belga, en Bilbao; el puente de San Adrián sobre el río Ebro; más puentes, más naves industriales, puertos,… 


La raquítica estructura sobre la que se ha de sustentar el ‘botijo aéreo’; 
al fondo, en construcción, el Cuartel de Artillería (invierno, 1922/1923).


Es la una en punto cuando Hilario es sustituido de su puesto. Baja, calmoso, a almorzar. Se lava las manos y refresca su cara con el agua turbia del bidón metálico que hay junto al cuartucho. Coge su atillo y deshace con facilidad el nudo de la tela que envuelve la abollada fiambrera, un buen trozo de pan y un cuartillo de vino que, habiéndole parecido demasiado fuerte y espeso al principio, ahora no lo cambiaría por el ligero caldo vascongado que por costumbre tomaba en su tierra natal. Una tortilla y unos trozos de conejo con tomate reponen sus ánimos mientras observa a Mr. Bergerot, agitado, como loco, alrededor de la obra. De vez en cuando un trago de vino repara su reseca garganta. 
Las intensas e incesantes lluvias que mantuvieron hinchada la piel de la ciudad durante quince días del pasado mes de octubre, ablandaron de tal manera el terreno arcilloso donde se alza el castillete, que hizo que la estructura que sostiene el enorme depósito se inclinase unos centímetros. 
Ahora, ante el canijo armazón desnudo, desprovisto del disfraz que ocultaba este grave percance, se mostraba el defecto de forma bien clara. Mr. Bergerot piensa ahora que nunca debió aceptar este emplazamiento para tan comprometido proyecto.
Al poco de subir de nuevo al tanque, después de haber comido con calma, Hilario ve en la varilla que el agua acaba de rebasar la marca del metro noventa centímetros.
A instancias del capataz pasea alrededor del depósito en busca de alguna indeseable fuga. 

--"¡Dos metros, dos metros justos!" --repite Hilario con emoción.

Ya en el Ayuntamiento, el señor Maza, terriblemente inquieto, en un sinfín de salidas intermitentes al balcón del Ayuntamiento, desde donde tiene una vista excelente del asunto, observa la evolución del llenado del depósito.
La muchedumbre se amontona en los aledaños de la obra. El Malecón, repleto. Incluso el Puente Viejo está lleno de curiosos.
El ingeniero, agitado, no para de dar vueltas alrededor de la construcción rastreando posibles anomalías.
Son las cuatro y media de la tarde cuando Hilario, vigilante, sube a lo alto del depósito y mira con atención la marca que el agua está apunto de alcanzar. Todo fue decir… 

--"¡Dos metros veint..." 

                          
… cuando en ese mismo instante Hilario recibe una terrible sacudida que le hace caer al interior del depósito y, en un santiamén, todo se desploma.
No es fácil describir lo que en pocos segundos sucede: en ese pispás, en el mismo momento de vocear la lectura, Hilario está sobre la escalerilla de mano que se apoya en el borde del recipiente, cuando oye un extraño crujido que el agua y el depósito mismo se encargan de amplificar como si de un trombón gigante se tratara. Le parece el rugido de una espantosa fiera a punto de zampárselo. Un monstruo en cuyos jugos gástricos se disuelve sin remedio.

El alcalde, ojiplático, contempla el desastre desde el balcón y no puede más que gritar: "¡Se cae el botijo!". Corriendo, desciende por la elegante escalera de mármol blanco en dirección al lugar de la catástrofe, acompañado por los pocos guardias que va encontrando a su paso. 
El gentío que allí se encuentra corre espantado en caótica manada: gritando, tropezando, cayendo los más viejos, pisoteando los más jóvenes.
Mr. Bergerot, el ingeniero, contempla horrorizado el suceso: primero ceden las dos columnas más cercanas al cauce del río a causa del movimiento del terreno por aquellas lluvias de octubre; al pronunciarse la inclinación, forzadas las del centro, éstas se quiebran; es entonces cuando, al faltar la resistencia, el vaso se desploma verticalmente.
Sumergido en el agua, Hilario tiene tiempo para sujetarse a la inestable escalerilla que hay en el interior del depósito, y así, en extraña postura, mientras todo se derrumba, navegan sus pensamientos y transportan al vitoriano junto a sus padres, siendo niño, en sus verdes paisajes, de donde nunca debió salir. Su querida Rosario, sus hijos, Sestao, Bilbao, Murcia, polvo, calor, la leche de cabra (¡qué diablos tendrá que ver la leche de cabra en este momento!, pero, a veces, como en los sueños, la mente tiene estos espontáneos desvaríos); otra vez Rosario… 
En el aterrizaje, un golpetazo en el costado lo deja inconsciente dentro del deformado depósito que todavía regurgita la poca agua que le queda. El estallido final se propaga por toda la ciudad, a la vez que el temblor que produce semejante calamidad se siente como un pequeño terremoto en muchos metros a la redonda. A continuación, un gran silencio se apodera del lugar del accidente durante interminables segundos.



La enorme polvareda que se forma deja vislumbrar, al cabo, el aspecto tétrico en que se ha transformado la escena. Un amasijo de hierros retorcidos, junto a los cascotes y el serrín ceniciento en que se ha convertido el castillete fabricado con hormigón Portlad, del que con tanto orgullo presumía la empresa vascongada.
La reacción es rápida: primero los heridos. Hilario, inconsciente, es llevado por varios compañeros a un auto que lo transporta al viejo hospital de San Juan, no muy lejos del lugar del suceso. Cuando llegan, los colegas que lo acompañan en el vehículo lo bajan y trasladan su cuerpecillo maltrecho como si de un pelele se tratara. Colocado sobre una desvencijada camilla que parecía estar en armonía con el malparado peón, recorre el oscuro pasillo empujado por un par de sanitarios y seguido por un sinnúmero de entremetidos hasta la sala donde atienden las urgencias. El tumulto que allí se forma desbarata el ambiente sereno que pocos segundos antes reinaba en el sanatorio.
Allí, el médico de guardia se ocupa de los primeros cuidados: «—¡Enfermera, el éter! ¡Va calado, hay que quitarle estas ropas mojadas!». El abundante gentío que se agolpa alrededor de la camilla observa en silencio la ciencia con la que el galeno atiende al desgraciado. Hilario responde moroso a los estímulos, entreabriendo lentamente sus ojos distraídos, y volviendo en sí, aturdido, dolorido y con la voz quebrada, solo acierta a decir:


                   --"¡Ojalá y no hubiera subido!"



E.L., febrero de 2017


                           _________________________________________________________________________

 Este relato se basa en el suceso real ocurrido el 12 de abril de 1923. El tan anhelado depósito de agua para mejorar el insuficiente abastecimiento que padecía la ciudad de Murcia, se vino abajo el día de su llenado debido a varios factores: primero, la deficiente calidad del hormigón suministrado para la construcción del castillete, que la prensa de aquellos días lo describe así: “(…) y que en los restos del armazón de cemento se descubre más tierra menuda que cemento, como si la construcción se hubiese hecho de barro (…)” [‘La Verdad de Murcia’, 13/04/1923]. 

Con un presupuesto de casi 350.000 pesetas, las obras para la construcción del depósito comenzaron el 11 de agosto de 1922. La débil estructura, a pesar de las mil toneladas de peso, se mostraba del todo insuficiente para soportar la enorme tara del depósito de hierro, más la carga de agua que debía contener (250 Tn.). A simple vista, el castillete se ve frágil para tamaño esfuerzo. Y por último, el dudoso emplazamiento escogido para su construcción, que por ser un suelo inestable, junto al río, facilitó el desplazamiento de la construcción (la torre por un lado, y el edificio anejo por otro) provocado por la quincena de incesantes lluvias habidas el mes de otoño de 1922. (Como reconoció en sus declaraciones al juez uno de los ingenieros de la empresa encargada de llevar a cabo el proyecto, noticia recogida en ‘La Verdad de Murcia’, 13/04/1923).



1-Emplazamiento del primer depósito. 2- Embalses de depuración y ozonización, y maquinaria de elevación. 
3- Emplazamiento definitivo del segundo depósito. [Imagen: vuelo Ruiz de Alda, 1928].



En el accidente, por increíble que parezca, solo hubo dos heridos: el vitoriano, Hilario Urbano Iglesias, con fractura de la 6ª costilla y contusiones varias; y el otro obrero herido, Antonio Olivares Pujante, natural de El Palmar, cuando vio que la mole se le venía encima, se lanzó al río, donde no llegó al golpearse con el muro de contención, pero con esto evitó quedar sepultado bajo los escombros; solo padeció una leve contusión el su pie izquierdo. En un principio se pensó que bajo las ruinas de la mole podría haber obreros enterrados, pero milagrosamente no fue así. 


   Imagen: 'Levante Agrario' (8/09/1928)


Pronto, después de este desgraciado episodio y debido a la urgencia del abastecimiento de agua a la ciudad, se decidió la construcción de un nuevo depósito cambiando el emplazamiento -ahora en la margen derecha del río-, en el solar que ocupaba el antiguo Matadero, cerca de La Virgen de los Peligros.




Las obras comenzaron en noviembre de ese mismo año (1923), siendo inaugurado el 17 de mayo del siguiente año, siendo alcalde de la ciudad D. José Cunqueiro Montenegro (entre 20/2/1924 y 11/9/1924) (*). Tanto los embalses purificadores, así como la maquinaria del anterior depósito, fueron reutilizadas de forma provisional en el mismo emplazamiento en que estaban. 

Aquel azaroso año de 1923 hubo un relevo tras otro en la alcaldía de Murcia:
D. Antonio Clemares Valero (entre 1 feb 1922 y 3 ago 1923). Cesa voluntariamente por intereses con la Compañía de Aguas de Santa Catalina. Lo sustituye como alcalde interino, el primer Teniente-Alcalde D. Manuel Maza Ruiz (entre 13 oct 1922 y 3 ago 1923), es sustituido por D. Tomás Palazón Lacárcel (3 ago 1923 - 1 oct 1923), José Servet Magenis ((1 oct 1923 - 6 oct 1923), Recaredo Fernández de Velasco (6 oct 1923 - 20 feb 1924). 




Recorte del diario 'Línea' (5 de febrero de 1972)

En febrero de 1972, después de 48 años de funcionamiento, empezó su demolición para su definitiva desaparición en favor del actual depósito de la Mancomunidad de Canales del Taibilla (MCT), en la carretera a Altorreal y La Alcayna.
(*) El periodista J. Freixinós en un artículo publicado en el diario ‘Línea’ [05/02/1972], en relación a la demolición de este segundo depósito, da erróneamente 1926 como año de su construcción. También confunde a D. José Cunqueiro Montenegro, quien presidía la Alcaldía el día de la inauguración del depósito (17/05/1924), con D. Luis Fontes Pagán, Marqués de Ordoño, que también fue Alcalde, pero entre el 1 de marzo 1928 y el 25 de febrero de 1930.


Por aquellos años, en la ciudad de Murcia se acometieron abundantes obras públicas :
1- Estación Mula-Caravaca (1933)
2- Cárcel (1929)
3- Mercado de la Rambla [de San Lorenzo] (1928)
4- Campo de fútbol de La Condomina (1924)
5- Nueva Plaza de Abastos (Mercado de Verónicas) (1922)
6- Primer depósito de Agua (1923) 
7- Segundo depósito de Agua (1924)
8- Cuartel de Artillería ‘Jaime I el Conquistador’ (1925)
9- Edificio de Correos y Telégrafos (inaugurado en 1931)


Antigua Plaza de Abastos construida alrededor de 1860 (foto Thomas, ca.1915)



Nueva plaza de Abastos [Mercado de Verónicas], 1922. (foto: c.1930) 

La nueva Plaza de Abastos (Mercado de Verónicas), que sustituía a la anterior por vieja e insalubre, estaba recién inaugurada. Las obras comenzaron en 1915, siendo recibida la construcción por parte del Ayuntamiento el 8 de abril de 1922, por lo que, cuando se cayó el depósito, cumplía un año exacto desde su inauguración.


Ilustración del proyecto ['El Tiempo',10 de septiembre de 1922]

El Cuartel de Artillería de la calle Cartagena -bautizado como Jaime El Conquistador- empezó a construirse siendo D. Juan de la Cierva ministro de la Guerra, quien, recién llegado de Madrid, puso la primera piedra en la tarde el domingo 11 de diciembre de 1921; las obras arrancaron, definitivamente, el 22 de febrero de 1922.  
Los 350 obreros que participaron en su construcción hicieron huelga en más de una ocasión por motivos económicos (pedían ¡qué disparate! el incremento en el sueldo de una peseta diaria y trabajar 48 horas semanales), por lo que las obras se vieron paralizadas en más de una ocasión; siendo por fin terminadas y entregadas para el alojamiento del Regimiento de Sevilla 33, el 30 de noviembre de 1925. Las tropas, venidas en tren a Murcia, antes de su acuartelamiento, desfilaron por la ciudad, siendo recibidas con el natural entusiasmo de sus habitantes. 


Junto al borde inferior, la Cárcel; sobre ella, la estación de Mula-Caravaca (foto c.1960)

La Cárcel, situada en unos terrenos conocidos como ‘La Torre de la Marquesa’,  viene a sustituir a las dos cárceles que por entonces había en la ciudad: la vieja cárcel que estaba situada el el edificio anejo al Cuartel de Artillería, en la Ronda de Garay, barrio de San Juan; y, la inmunda Cárcel que había en un vetusto caserón situado en la calle Vara de Rey [frente a la desaparecida taberna ‘El Cuervo’]. Este edificio, antes de Cárcel fue, entre 1852 y 1855, Asilo Provisional para los Dementes recibidos “de tránsito” [a Valencia]; y anterior a esto, en su origen, fue ‘Casa de Recogidas de Santa María Magdalena’.  

Comienza a ser construida, después de interminables demoras, en 1926 (la prensa predijo el comienzo para 1922), finalizando sus obras el 19 de mayo de 1929; siendo ocupada por los primeros ‘inquilinos’ el 8 de agosto de ese mismo año.


También en la década de los años 20 fueron construidos otros edificios de uso público: el campo de fútbol de La Condomina (1924), el Mercado de la Rambla [de San Lorenzo] (1928), la Estación de Mula-Caravaca (1933) y el edificio de Correos y Telégrafos [el de la calle Correos] (1931).






Como anécdota final diré que el mismo año del derrumbe del depósito el señor alcalde, don Recaredo Fernández Velasco, dictó un bando en el que se dice: 
«A partir del 25 de octubre de 1923 se prohibe la circulación de vacas y cabras por las calles de Murcia, debiendo hacerse la distribución de leche en vasijas adecuadas y herméticamente cerradas»
por lo que se impedía, según cálculos municipales, la entrada de unas 2.000 cabras que abastecían de leche a la ciudad, a fin de evitar el rastro de suciedad que inevitablemente dejaban y la propagación de enfermedades asociadas a estos animales. 
Ni que decir tiene que el seguimiento de ese bando no fue muy estricto por parte de los funcionarios, y poco cumplido por los lecheros; lecheros que por otra parte eran frecuentemente multados por añadidura de agua y falta de higiene de los utensilios y de los animales. 






Murcia, febrero de 2017



Fuentes:
Archivo Municipal de Murcia
Archivo Regional de Murcia
Fototeca de la Región de Murcia (Vuelo Ruiz de Alda 1928/29)
Hemeroteca Digital, Biblioteca Nacional de España (BNE)
Plano de D. Pedro García Faria (1896)
Archivo de imágenes de Internet